Parece que los partidos políticos nunca sufrieron de una crisis tan evidente como desde cuando está claro al mundo entero que nadie y nada pueden substituirlos en su misión democrática. Son indispensables para el gobierno y para oponerse al gobierno, pero se presentan o per lo menos se perciben debilitados y divididos ante los ojos de los electores. Representan la sal y la pimienta del sistema institucional, pero su función es siempre menos impersonal: siempre más a menudo son las personas, al contrario, que hacen la identidad del partido. Constituyen o deberían constituir la pólitica de las diferencias, por ejemplo entre izquierda y derecha, pero al final los ciudadanos manifiestan grandes dificultades para distinguir una cosa de la otra: ¿conservadores o progresistas, liberales o socialistas, populistas o reformistas, qué quieren decir más estas categorías en la época revolucionaria, realmente revolucionaria de la globalización de riquezas y pobrezas?
La paradoja de la modernidad es que los partidos se enfermaron justo ahora que se confirma, de Haití a Irak, que el único remedio para levantarse de las tiranías y del hambre es la receta que en Europa y en las Américas casi todos conocen y aplican, no importa desde cuando y con cuales distintas características: la receta politica de las mayorías y de las minorías, la cura que sólo la libre voluntad de los pueblos puede sugerir como medicina del tiempo, de su propio (y nuestro) tiempo.
Los partidos demuestran problemas para surgir y representar a la población en las realidades sin tradición o con traición demócratica (la de los golpes, por ejemplo), pero también en los Países que tienen bien asegurado el valor imborrable de la libertad y el concepto irreversible de la democracia. En este sentido yo creo quel el nuevo modelo de Italia sea a la misma vez significativo y anticipador sobre el rol que cambia entre partidos y sociedad civil. Las novedades políticas de los últimos años modificaron en profundid, yo diría la raíz misma de las antiguas relaciones entre movimientos políticos y voluntad popular, entre partidos y soberanía, entre democracia representativa y democracia directa.
Los tres personajes más votados en Italia son políticos que con los partidos políticos tuvieron poco o nada que hacer. Los tres hombres que representan la voluntad de la sociedad italiana, según la libre expresión del cuerpo electoral, son personas que no se formaron en los partidos, como pasaba con la clase política anterior, por lo menos hasta el 1992 cuando los escandálos empezaron a derribar a las fuerzas históricas de gobierno; un gobierno que habían mantenido sin interrupciones desde la Constitución, que es del 1948, hacia adelante. Fu un cambio curioso pero no casual, yo pienso, y además un cambio que abrochó a toda la sociedad civil.
En 1994 el presidente del Consejo en Italia fue Silvio Berlusconi, el mismo de las últimas elecciones del 2001, como se sabe. Berlusconi no era un político, era un empresario. Era el dueño del grupo televisivo privado más importante y no venía de la historia de un partido politico. A tal punto que fundó su propio partido, Forza Italia, que es el más votado de la coalición de gobierno.
Pero esa novedad no fue una excepción: en 1996 pasó la misma cosa aunque al revés, pues fue una mayoría de electores de centro-izquierda (y no de centro-derecha, como la de Berlusconi) a elegir a Romano Prodi presidente del Consejo. Tampoco Prodi se había criado en un partido. Él era un profesor universitario y administrador público, y también Prodi constituyó junto con otros el Ulivo, o sea la fuerza más representativa de centro-izquierda.
Ni siquiera el caso de Prodi puede considerarse algo que no iba a pasar más, porque también el actual presidente de la República, Carlo Azeglio Ciampi, no llega de una carrera política y no es hijo de partido. Lo eligió el Parlamento en 1999, propuesto por el centro-izquierda y votado también por el centro-derecha. Ciampi, que antes había sido presidente del Consejo, venía de otra importante institución, la Banca d’Italia, quizás una de las más autónomas con respecto al mundo político. Y el hecho de no ser el símbolo de un partido, no importa cual, fue sin dudas una ventaja para diputados y senadores que pudieron elegirlo sin pelearse entre ellos; y fue además una ventaja para la mayoría de los ciudadanos que, según los sondeos, aprecian su política presidencial y que se sienten, todos, bien representados.
Los tres ejemplos tan distintos pero tan iguales de Berlusconi, Prodi y Ciampi dicen que la política tradicional no alcanza a dar las respuestas impuestas por las sociedades más abiertas, entre ellas la italiana. El viejo partido que vivía del trabajo y del sueño de sus militantes, que tenía un programa bien definido, que daba más espacio al momento de la participación y de la discusión que al de la decisión, es un partido que no refleja más, y desde hace tiempo, a las exigencias de la moderna y madura sociedad italiana y europea. Pero tampoco el partido como simple comité electoral tiene un sentido y un futuro, yo creo, ni en el Viejo Continente ni en el Nuevo Mundo. La gente no vive de sola política, como muchas veces vivió en el pasado -el pasado de las ideologías-, mas no vive sin política. Por eso el partido siempre va a tener un porvenir decisivo en las sociedades avanzadas, como las llaman los que en ellas se encuentran; un porvenir “en movimiento” para seguir el tren de la globalización sin salir de los binarios de la democracia.
El “nuevo” partido es o será, entonces, un puente entre el derecho de discutir y el deber de decidir, entre la moderna organización del Estado y su libre participación al mundo sin fronteras, entre el programa y los valores. Valores de ayer y de hoy: libertad, justicia y solidariedad por una parte (o, si se prefiere, “liberté, égalité, fraternité”), paz y cuestiones de conciencia por otra, o sea derechos de vida, del ambiente, de la familia, de creencia, de búsqueda científica: el Papa y Marte.
Siempre más a menudo la política tendrá que dar su determinante opinión y su insustituible mediación sobre guerras y terrorismos preventivos, sobre inmigraciones y emigraciones, vejez y natalidad, los nuevos equilibrios del mundo, los fundamentalismos del mundo, el Sur y el Este del mundo. América latina, Africa y Asia: ningún partido del futuro va a poder proponer política sin estar en sintonía con las nuevas sensibilidades o indiferencias de la sociedad civil.
Tal vez el modelo italiano experimentado en los últimos diez años pueda inspirar un poco al modelo de los próximos diez años, por lo menos en los Países de tradición democrática occidental. Y sin disminuir mínimamente a sus riesgos, como el que después del “ideologismo” del pasado llegue el “personalismo” del futuro. Está bien claro que los líderes del “nuevo curso” no solo tendrán que representar sino sobretodo respetar a la voluntad de los electores y al equilibrio de todos los demás poderes. La democracia no existe sin elecciones, pero su forma de ser, la forma liberal, necesita que existan un Parlamento fuerte, una prensa libre y una magistratura independiente. Máxima libertad electoral, máxima legalidad institucional: ahí se coloca, entre las dos, el posible modelo del nuevo partido.
Un partido en construcción y que todavía no se ve al horizonte. Pero que tendrá que renovar y renovarse, porque las opiniones públicas son mucho más informadas y exigentes de ayer, y las “masas” de un tiempo son los “ciudadanos” de hoy, eso es gente que sigue y seguirá organizándose en comunidad, mas que razona y razonerá con su propia cabeza. Gente común y a la misma vez excepcional.
Será o debería ser, entonces, un partido intermedio entre el viejo partido-elefante, que no tiene más paso -sólo peso- para caminar en la modernidad, y el frágil partido-mariposa, que vuela únicamente un par de meses antes de las elecciones. Sin entender, este partido livianito, que política quiere decir cotidiano tratamiento de los problemas de la ciudad, de la nación, del (y de los) Continentes.
El partido del futuro no podrá ser un taxi electoral ni una “dinastía demócratica” que pasa o se hereda entre profesionales de la política; el desafío auténtico será el de los partidos que traten de interpretar lo mejor que puedan a la entera sociedad y no a una sola parte, sea esa la más rica o aventajada. Una sociedad que deseará partidos de intereses generales y nacionales. No partidos de parte, sino partidos de patria, con siempre más líderes que cambian y siempre menos monarcas que quedan.
Algo de eso se encargaron de ser o tratar de ser Tony Blair después de Margaret Thatcher en Inglaterra y José María Aznar después de Felipe González en España. Me parece ésta, más bien, la dirección de marcha, que es alternancia no sólo de personas sino también de ideas y de ambientes sociales. Cuanto más se abrirán las cabezas, los corazones y las puertas de la política, mayor será el rol del partido, inseparable compañero de la democracia y amigo de la libertad.
(Mi ponencia en el “Seminario Internazionale” sobre “Governabilità democratica e ruolo dei partiti politici” en Santiago del Chile, 19 de marzo de 2004)