Aún no comprendí porque la nostalgia se asocia más bien a la tristeza que a la felicidad. Cada vez que regreso a Uruguay, donde nací, siento una gran nostalgia. Y cada vez que vuelvo a Italia, donde vivo, siento una felicidad sin límites. Pero no sabría decir cuanta de esta nostalgia sea el resultado de mi patria italiana, que llevo en el corazón, ni cuanta de esta felicidad sea el fruto de mi tierra uruguaya, que siempre cultivo en el ánimo.
Es así que no me doy cuenta nunca si salgo o si llego, si soy emigrante o exiliado. ¿Pero, al final, exiliado de qué, si tengo la inmensa fortuna de vivir en el País más bello del mundo y provenir del continente más bello del mundo?
Quizás con el pasar de los años pienso que cambié mi modo de juzgar a América Latina: cuanto más parece distante para los demás, a mi me parece más cercana. Cuanto mas el resto del planeta la olvida, la evita, le toma el pelo, hasta le reprocha no saber ni siquiera abrocharse los zapatos sola, yo la vuelvo a descubrir, le doy importancia y la defiendo aunque esté descalza. Es más, cuanto más está descalza, mi América que no encontró “L’America”, más la quiero. Fue con los pies descalzos que hizo bailar al universo con el tango y con el fútbol: ven que también sin zapatos se puede ser genial.
Así que, cuando Angelo Manenti, director del Instituto Italiano de Cultura de Montevideo, me invitó a disertar en ocasión de la III Semana de la Lengua Italiana, no podía decirle otra cosa que no fuera, nostálgicamente, sí. Así como le dije que sí a Fiorella Arrobbio Piras y a Enzo Coniglio, que dirigen los Institutos Italianos de Cultura de Buenos Aires y Santiago de Chile respectivamente.
Porque hay algo de extraordinario y de invisible que une a Uruguay, Argentina y Chile. No son los Andes ni los ríos, que en realidad los separan. No es la lengua española, que los congrega, claro, pero con pronunciaciones distintas, por lo menos entre los Países volcados sobre ambos océanos. Ni siquiera las economías, algunas más adelantadas que otras, o las identidades, siendo cada nación celosa de la propia.
Lo que une a los divididos es el sutil hilo de la italianidad. Sutil pero profundo. Esto es lo que traté de narrar en los muchos encuentros que sostuve en ambas márgenes del Plata y a la sombra de la cordillera, majestuosos guardianes de la cultura italiana, que es el puente más largo entre el Atlántico, el Pacífico y el Mediterráneo. Largo por la distancia, largo porque es capaz de acortarla.
Angelo Manenti tuvo la idea y la sensibilidad de dejar también una huella escrita de por lo menos alguna de mis conferencias. Hablé casi siempre en italiano y alguna vez, por ejemplo en la “Pontificia Universidad Católica de Buenos Aires“, en español. Pero todo está publicado en ambas lenguas. Una elección del Instituto Italiano de Cultura de Montevideo que refleja de mejor manera el concepto antiguo y moderno de puente. Puente entre italianos y latinoamericanos, puente entre la memoria y el futuro. Puente entre la nostalgia y la felicidad del niño, que ayer soñaba con Italia desde las orillas de Punta del Este, y que hoy, ya grande, volvió a encontrar a Uruguay y a América Latina entre las eternas callejuelas de Roma.
(De mi libro “El puente más largo”, Instituto Italiano de Cultura en Uruguay, Montevideo, 2003)