Garibaldi, el diplomático más moderno entre Italia y Uruguay

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Es un honor para mi hablar de Garibaldi en el Anfiteatro del Ministerio de Relaciones Exteriores, el puente entre Montevideo y Roma. Quiero agradecer a la Dirección General para Asuntos Culturales y al Instituto Artigas de la Academia Diplomática por la invitación que no es una invitación personal. Es una invitación a una idea de patria y de libertad, de integridad y de humanidad, de alegría y amor que nace entre “Sabremos cumplir” y “Fratelli d’Italia”, entre el tango de Gardel y la ópera de Verdi, entre la Celeste de Suárez y los Azzurri de Buffon, entre chivitos y spaghetti, mate y cappuccino, dulce de leche y nutella, Punta del Este y Capri, Dante y Cervantes, entre la garra, que es la palabra más uruguaya del mundo, y el corazón, il cuore, que es la palabra más italiana del mundo.

Yo nací dos veces, tuve ese privilegio y esa suerte, pues nací y viví en Montevideo hasta mis trece años -como los trece años del exilio de Garibaldi en América latina- y seguí naciendo y viviendo hasta hoy en Italia. Mi madre es uruguaya, mi padre era italiano. Mis dos hijos son italianos, pero ya les saqué la documentación de ciudadanos uruguayos nacidos en el exterior: me gustaría que también ellos nacieran y crecieran dos veces.

El libro que acabo de escribir, “Garibaldi el libertador, vita e leggenda di un italiano che ha fatto la storia: i suoi sette anni in Uruguay (1841-1848)”, es un cuento de historia, pero es también un canto de mi alma uruguaya y de mi corazón italiano, de mis viajes con la cabeza y con el avión de Roma a Montevideo, el puente más largo y más bello sobre el Océano. Yo no les voy a decir una sola palabra del libro, y no sólo porque deseo reservar la sorpresa para el domingo que viene en el Latu, “a la cinco de la tarde”, decía el Poeta. Y ya están todos invitados. Yo les voy a contar el viaje de mi libro, que también nació y vivió dos veces: está escrito en italiano, y ojalá salga pronto en castellano, pero el que lo lee no se va a dar cuenta si lo escribió un italiano o un uruguayo. La geografía es mentirosa: el Río de la Plata no termina en el Atlántico, termina en el Mediterráneo.

En los años Cuarenta del Ochocientos, es decir los años de nuestros bisabuelos, la historia de Italia cumplía 2.000 años de acontecimientos, la lengua de Italia 900 años de palabras tan musicales que nunca se entiende, de aquel entonces, si un italiano está hablando o cantando, y el arte de Italia festejaba más de 300 años de belleza universal. Italia ya tenía a César, a Dante Alighieri y a Miguel Ángel (Cesare, Dante e Michelangelo) en su memoria, pero aún no tenía un Estado libre y unido. Con su historia de Roma antigua y del Renacimiento, Italia tenía una patria en el mundo, pero le faltaba una patria en su misma patria.

Giuseppe José Garibaldi fue, entonces, el primer diplómatico, el primer embajador de grandes ideales en aquellos tiempos huérfanos de libertad y de igualdad, pues entendió junto con otros, pero antes y mejor que otros, la importancia del futuro de la memoria. César, Dante y Miguel Ángel, padres sin patria, merecían que sus hijos realizaran el sueño que faltaba, decirle al mundo que Italia no era sólo Coliseo, Divina Comedia y Capilla Sixtina: era un país de ciudadanos que querían vivir felices sin obedecer a leyes y costumbres de un Reino extranjero y austríaco en el norte, que sabía bailar el vals y organizar la administración pública, pero que oprimía, fusilaba y ahorcaba a los italianos que querían vivir como italianos, finalmente. Y sin más obedecer al Reino del mal gobierno de los Borbones en el sur. Corrupción y bandidaje, como bien sabía y relata Alexandre Dumas en sus obras.“La patria en tinieblas”, diría Pablo Neruda, que a su tierra chilena dedicó versos inolvidables y universales: “De aquellas tierras, de aquel barro, de aquel silencio, he salido yo a andar, a cantar por el mundo”.

El primer acto de su canto diplomático Garibaldi no lo hace tratando con los enemigos austríacos, sino sacudiendo a los amigos italianos, diciéndoles que hay que pelear para echar al verdugo de tu casa, pues la verdadera libertad no se pide al que ya te la sacó: se conquista. Dicho con otras y más conocidas palabras: “Con libertad ni ofendo ni temo”.

La liberación nacional es un tratado de fuerza y de corazón entre dos partes, en nuestro caso Garibaldi y los italianos, que no desean ponerse de acuerdo con nadie. Porque ya están de acuerdo entre ellos que hay principios que no se pueden negociar. Hay que vencer, simplemente, y ésto puede valer hasta el sacrificio de la vida tuya y de tus queridos. En algunos momentos de la historia la diplomacia es sacrificio. Hoy en día pasa con los pueblos sin paz como en el Ochocientos pasaba con los pueblos sin patria. Patria y paz son hermanas gemelas a veces separadas de la cuna: Garibaldi fue el padre que quizo buscarlas y unirlas para siempre.

Pero como sucede con los personajes que miran tan lejos que sus contemporáneos no los entienden, la monarquía italiana había condenado Garibaldi a muerte. El hombre era un marinero inteligente y generoso, hijo de una familia de clase media de la Liguria. Estaba acostumbrado desde muchacho a navegar con su padre entre olas y polémicas. En público el joven Garibaldi hablaba mal del rey de Sardinia y del Piamonte Carlo Alberto (Italia todavía no existía como Estado libre y unido). Y sobretodo –por eso lo condenaron- participaba a conspiraciones a favor de dos cosas que para él eran una sola: la República en lugar de la Monarquía, e Italia en lugar de Austria, que se había comido el norte del país.

La República italiana en realidad nace el 2 de junio de 1946. Eso quiere decir que Garibaldi tenía razón un siglo antes. Pero cuidado con la fuerza del destino. Garibaldi, nacido en Niza hoy Francia el 4 de julio de 1807, se muere en 1882 justo el 2 de junio, día del nacimiento, 64 años después, de la República italiana.

Sus contemporáneos no lo entendieron y tuvo que escaparse de su amada y no todavía realizada Italia institucional. Pero acabamos de descubrir otra característica de aquel diplomático que no sabía ser diplómatico ni siquiera con su mismo rey, burlándose de él en público: la capacidad de imaginar y construir el futuro en el presente. Diplomacia es también intuición y perseverancia de caminar para adelante sin volver la vista atrás, para no ver la senda que nunca se ha de volver a pisar, como canta Joan Manuel Serrat. En uno de sus libros más importantes, Galeano nos ayuda a entrar en el futuro con la siguiente escultura de imágenes que dice lo mismo de Serrat, aunque parezca que no: “La historia es un profeta con la mirada vuelta hacia atrás: por lo que fue, y contra lo que fue, anuncia lo que será”.

El profeta Garibaldi deja su patria en 1835 y viaja hacia las venas abiertas de América latina. Latina: lo dice la misma palabra que estamos hablando de un continente que con Italia y con los italianos Américo Vespucio y Cristóbal Colón tiene algo que ver. El idioma español y el idioma portugués siempre de la lengua de César y Virgilio, como el italiano, son frutos jugosos. El latín fue la uva de nuestros vinos de palabras.

Garibaldi no llega, entonces, como extranjero en Brasil, Rio de Janeiro, en un barco francés y con falsa identidad -Giuseppe Pane- para esconderse de la policía italiana que lo está increíblemente buscando y persiguiendo como “enemigo de la patria”. Enemigo de la patria él, Garibaldi, el más patriota de los italianos. A veces de la historia no hay que preguntarse mucho: hay que reírse un poco.

En Brasil la colectividad de sus compatriotas es fuerte y muchos de ellos persiguen los ideales republicanos de otro italiano importante, Mazzini, también de nombre Giuseppe.

Si cada nación de hecho podría reducirse a la historia de un hombre, como Borges decía de Italia indicando a Dante, para Garibaldi la historia de Brasil se resume en una mujer: Anita. Desde la goleta anclada en el puerto de Laguna, Garibaldi mira la colina y entre tantas “casas pintorescas” ve una mujer, jovencísima. Era la vista más hermosa que jamás hubiesen capturados sus prismáticos. “Tu tienes que ser mía”, tu devi essere mia, le dice en italiano, yendo a buscarla enseguida. Garibaldi escribirá en sus Memorias: “Yo fui magnético en mi insolencia. ¡Había estrechado un nudo, dictado una sentencia que sólo la muerte podía romper!”.

En Brasil Garibaldi lucha con los insurgentes de Río Grande del Sur, gente rica y autonomista. La revolución de los “farrapos”, de los miserables como los llaman con desprecio los enemigos del Imperio central. Pero la revolución más victoriosa de su vida brasileña es conocer a Ana María de Jesús Ribeiro da Silva, Anita para siempre.

Por muchas razones, tal vez la principal, es que en la vida y no sólo en las batallas hay veces que uno desea cambiar todo y de golpe por el gusto y la apuesta de cambiar, Garibaldi decide de irse otra vez. Es un soñador a la búsqueda de un nuevo horizonte.

Deja el Brasil para encontrar las estrellas del cielo uruguayo, el cielo blanco y celeste como la bandera. Llega a Montevideo después de una marcha infernal con la novia Anita, el recién nacido Menotti y cabezas de un ganado cansado y robado día tras día por los mercenarios que los acompañaban. Cincuenta días de tiempo horrible para ese caminante que no hay camino. La familia entra por primera vez a Montevideo el 17 de junio de 1841. Garibaldi tiene 35 años. Se quedará hasta el 15 de abril de 1848. Siete años de vida y de leyenda.

Es la época de la Guerra Grande y de la lucha entre Blancos y Colorados. Hoy en día no tiene mucho sentido volver a pelearse sobre la decisión de Garibaldi de estar con Rivera y contra Oribe, defendiendo la capital en el período del largo y segundo sitio de Montevideo, entre 1843 y 1851.

La historia no se cambia: se cuenta solamente. Pero cuando pasan los años la historia se puede tratar de interpretar con los nuevos puntos de vista de las nuevas generaciones. Y entonces lo que queda indeleble de Garibaldi, 170 años depués, no es tanto su participación colorada en el conflicto con los blancos. Fue un historiador y ministro del Partido Nacional, Juan Pivel Devoto, el que quizo transformar la Casa de Garibaldi en Museo histórico nacional. Es la prueba que la inteligencia de hombres y mujeres siempre gana sobre el rencor de los ideólogos. Es la prueba que Garibaldi es un patrimonio que pertenece a todos los uruguayos, y no es solamente de todos los italianos.

Lo que queda grabado de esa historia tan lejana y tan cercana es que, si el tirano argentino Juan Manuel de Rosas estaba de una parte, Garibaldi el libertador estaba de la parte opuesta.

Queda grabado que en la épica batalla de San Antonio, en Salto, y justo estamos en los 170 años del evento que fue el 8 de febrero de 1846, el primero que arriesgaba su vida con la Legión Italiana y los uruguayos que lo seguían era Garibaldi.

Queda grabado que el anticlerical Garibaldi se casó con Anita en Montevideo en una iglesia que ya no existe más, la iglesia de San Francisco en la Ciudad Vieja. El viento se la llevó, quizás, para que nunca más la gente se olvidara de ese matrimonio del siglo.

Queda indeleble que el único italiano de la familia más italiana del mundo, la familia Garibaldi, era él, pues Anita y Menotti eran brasileros, y Rosita, Teresita y Ricciotti eran uruguayos, los tres nacidos en Montevideo y una de ellos, la pobre Rosita, se muere a los dos años y medio en Montevideo.

Queda indeleble que Garibaldi, el comandante de las Fuerzas Navales de la República, como recuerda el monumento en frente al puerto, vivía como todos los uruguayos: sin privilegios, pues su riqueza era “el honor de compartir el pan y el peligro con los hijos de esta tierra”, como escribió en una carta a Rivera, rechazando los campos y las casas que aquel ex presidente había ofrecido a Garibaldi y a la Legión Italiana como agradecimiento por el heroísmo tantas veces demostrado. El mismo regalo o muy parecido Rivera ya lo había hecho a la Legión Francesa, que lo había aceptado. Garibaldi no, Garibaldi contestó “no, grazie”.

Queda, entonces, grabado que las hazañas de Garibaldi, su manera de vivir como el último de los soldados y no como el primero de los generales, aunque de hecho y de derecho lo era, la camisa roja inventada en Uruguay y símbolo de la sangre de los italianos y uruguayos caídos por la libertad, “sus ojos azules y vivaces, la barba espesa pero no larga, y el pelo se muestra más claro que la barba”, según las crónicas de la época, Garibaldi, en una palabra, es el diplomático más moderno entre Italia y Uruguay. Es el diplomático de las cuatro erres de Italia: Roma antigua, Renacimiento, Resurgimiento, República. El valor de lo que hizo y que dejó como embajador sin tiempo en los siete años más intensos de su vida, su ejemplo honesto, el amor italiano y por Italia que Garibaldi difundió en el universo y hasta en el universo de su misma familia uruguaya y brasilera, su idea de pueblos y hombres libres para siempre -el primer exclavo liberado en América latina, “el negro Antonio”, como la historia lo recuerda, fue liberado por Garibaldi en su período brasileño-, todo eso, quiero decir, se concentró sobretodo en Montevideo desde el 1841 hasta 1848. En el río de la Plata el humanismo italiano conoce su nueva primavera.

El mensaje de Garibaldi, entonces, es la evocación italiana del mensaje uruguayo de Artigas: sólo las patillas del prócer y la barba de Giuseppe no tenían nada que ver. José y Giuseppe nunca se conocieron, y es una lástima, porque hubieran sido buenos compañeros. Fueron hombres libres los dos, líderes de pueblo y de carisma. Su ética fue el desinterés, su fuerza la defensa de principios, su destino el exilio: Artigas en Paraguay, Garibaldi en Uruguay, donde llegaba veinte años después del “adiós, pueblo mío” de Artigas. El hilo republicano que une José a Giuseppe, a pesar del tiempo distinto y distante de sus luchas, es la independencia. Tenían una visión, vivían con coraje, estaban dispuestos a pagar de persona el precio de sus ideales. “En el camino del honor, del cual jamás me he separado, me encontré delante de los derechos sagrados de mi patria que he defendido y defenderé hasta el último soplo de mi vida”. Lo dijo Artigas, parecen palabras de Garibaldi.

El 15 de abril de 1848 Giuseppe José Garibaldi se iba de Montevideo, desde aquel día considerando y llamando a Uruguay “mi segunda patria”. El héroe de los dos mundos volvía a Europa. Lo esperaba la liberación y la unidad de Italia, por las cuales combatió y que obtuvo, finalmente, el 17 de marzo de 1861. Y ahora ustedes me van a tener que perdonar estas últimas palabras que me van a salir con mucha emoción: culpa de mi alma uruguaya y de mi corazón italiano, mezcla más explosiva del Maracanazo. Pero tengo que decirlo.

El barco que llevaba Garibaldi de vuelta a su patria italiana después de trece años de destierro en América latina, izaba la bandera uruguaya. Y no se sabe si esa circunstancia fue el regalo más lindo que el Uruguay le dio a Garibaldi o que Garibaldi le dio al Uruguay.

(Mi conferencia en el Anfiteatro del Ministerio de Relaciones Exteriores del Uruguay el 21 de octubre de 2016 en Montevideo)

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En el medio entre las autoridades del Ministerio de Relaciones Exteriores Álvaro Malmierca (a mi derecha) y Jorge Cassinelli

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Librería “El Galeón”, Plaza Independencia, Montevideo